Hasta abajo del mapa
Regina Serrano Pesquera

Palabras clave: envejecimiento, equidad en salud

Allá en la cima de la montaña, entre caminos y caminos de tierra, entre vueltas bien cerradas y veredas bien empinadas, está su casa. Allá hasta abajo del mapa, donde el sol pega directo, las nubes pisan los suelos y el aire se respira sin filtro, está su morada. Allá donde no hay luz eléctrica, donde el agua cae desde la punta del cerro, donde se come tortilla, frijol y agua de sabor, donde hay una tiendita que vende Coca Cola, aunque no esté fría, donde hay una escuela, aunque no haya maestros, y cancha de baloncesto, aunque no haya balón, está su hogar. Allá donde pocos conocen, se casó con su esposo, parió a sus hijos y los crio, allá donde ya no hay nada, allá volvió.

Juana había vivido siempre en su comunidad. Con todo y huracanes había erigido su casa, de ladrillo en ladrillo, de lámina en lámina. Con los pies descalzos caminaba por su casa y sentía la tierra entre sus dedos, de donde venía y a donde iba a ir, siempre acariciando sus plantas. Tenían su campo donde sembrar y lo que cosechaban, su esposo lo llevaba al pueblo más cercano, que aun así en camioneta estaba a cuatro horas de allí. Se habían juntado hace quién sabe cuántos años y habían tenido tres hijos. Todos habían nacido también allá, en la comunidad, entre gritos y llantos, había estremecido a las montañas durante su parto, pero la partera había permanecido calmada, al tercero ella también, pujaba con el viento y respiraba con los árboles, ella jura que no sangró, que el bebé nació bien limpio y había llorado nada más para avisar que estaba vivo.

Sus hijos crecieron bien sanos, los llevaba a la clínica nada más para vacunar y aquella vez que el menor se había cortado con el machete y lo tuvieron que coser. Cuando eran adolescentes, los hombres se fueron al pueblo a trabajar, por allá, les ofrecieron llevarlos al norte, solo uno aceptó y Juana no lo ve desde entonces. El otro se quedó en el pueblo, hizo la secundaria y luego se fue a la ciudad para la preparatoria, trabajaba y estudiaba, a veces incluso los visitaba, durante los veranos ayudaba a la cosecha y le daba un dinerito a su papá. Cuando iba a acabar la escuela, invitó a la niña a irse con él, ella no quería dejar a su mamá, pero Juana la convenció, en la comunidad todo iba a seguir igual, ella podía irse y cambiar. Los tres se fueron, y Juana y su esposo se quedaron.

Se quedaron solos y volvieron a hacer lo que antes hacían, sembrar y cosechar. Él se iba desde bien temprano a trabajar otras tierras, mientras ella cortaba hierba, él volvía unas horas después y hacía el resto del trabajo, cuando les daba hambre se ponían a asar maíz. Juana se llevaba unos pocos a la casa y comenzaba a preparar las tortillas para la cena. Desgranaba mazorca por mazorca, hervía agua de la pileta, ponía la cal y llegaba su esposo justo al final. No había más historia que contar, todos los días era igual, hasta que empezó a enfermar. Ya no era fácil trabajar el campo, ni uno ni otro, no era fácil andar por las empinadas veredas y los caminos de tierra, el aire se le iba, las piernas sucumbían y se sentaba en una piedra a esperar. Juana no estaba enterada de nada de esto, ella solo sabía que ambos se estaban haciendo viejos.

Su esposo se fue un día al pueblo y de ahí a la capital, aunque eso no le dijo a Juana. Su hija lo acompañó en sus consultas, lo llevó por el medicamento e intentó convencerlo de quedarse allá.

–En la comunidad nadie lo va a cuidar –le dijo.

El señor asintió y regresó a su hogar, habló con Juana y le explicó los medicamentos que ella iba a tener que tomar. Ella se los tomaba, ni siquiera sabía para qué, pero veía el dibujo del sol en la caja y se tragaba la pastilla todos los días al despertar. Su esposo se iba apagando poco a poco, órgano por órgano, y ella iba olvidando todo igual, poco a poco. Él siguió acudiendo, cada mes a la capital por sus medicinas, cada mes sus hijos lo intentaban convencer de que se quedara, cada vez él se negaba.

Su esposo falleció, como ya era sabido con su condición, a los pocos meses, pero Juana no sabía, ella nada más lo veía cada vez más cansado. Falleció en la montaña que lo vio nacer y junto con ella inhaló una última vez. Juana estuvo a su lado todo el tiempo, podría decir que sería un día que jamás olvidaría, pero sería mentira, lo olvidó a los pocos días, así como iba olvidando tantas otras cosas. Su esposo ya no estaba, ya no le traía las pastillas, y Juana no se tragaba ya ninguna todos los días al despertar. Su esposo falleció un martes a las cinco de la tarde mientras Juana ponía tortillas en el comal para cenar, pero esto nadie más lo iba a saber, no apuntarían la hora de su muerte en el acta, no habría ningún acta, así como cuando nació no la hubo y se la crearon muchos años después.

Su hijo fue por ella en cuanto se enteró de que su papá se había muerto, se quedó unos cuantos días ahí, durante los cuales veía a su madre bien temprano irse a cortar la hierba, él la alcanzaba y ayudaba al trabajo del campo, cuando les daba hambre asaban maíz, luego ella se iba a hacer las tortillas, pero él la seguía poco después, cenaron frijoles, tortillas y un día pollo. Juana de repente le hablaba a su esposo, pero su hijo siempre le recordaba que no era él. La llevó al pueblo muy a fuerzas, en la clínica de ahí le dijeron que ya no podía estar sola, que desde hace mucho no podía estarlo y que ningún medicamento ya la iba a poder ayudar. El doctor le dijo que poco a poco iba a ir recordando menos, así como haciendo menos, llegaría un punto en el que no recordara como moverse o como respirar.

–En la comunidad nadie te va a cuidar.

Juana regresó. Regresó sola y sin ayuda de nadie, recordaba bien qué transporte tomar, a qué hora salía la camioneta y qué días, sabía que costaba veinte pesos la ida, se los robó a su hijo y escapó. Horas después estaba de regreso en casa. Llegó a la cima de la montaña, tras cruzar caminos y caminos de tierra, marearse en la caja de la camioneta en las vueltas bien cerradas, agarrándose como podía en las veredas empinadas. Llegó con el sol pegándole directo, viendo las nubes como falda de su cerro e inhalando el aire limpio. Llegó de día y dio gracias a Dios, su casa la esperaba ya vacía, le sorprendió hasta que recordó. Llegó a donde pocos conocen, a donde murió su esposo, a donde se olvidó de todo, allá donde ella murió, allá volvió.

Sobre la autora:
Estudiante de la División de Estudios de Posgrado, UNAM. Especialidad de Geriatría. Sede: Centro Médico ABC, Ciudad de México, México. 

Sugerencia de citación:
Serrano Pesquera, R. (2024, septiembre). Hasta abajo del mapa. Medicina y Cultura2(2), mc24a-15.
https://doi.org/10.22201/fm.medicinaycultura.2024.2.2.15

 

Regina Serrano Pesquera

Médica, nacida en el Estado de México, guanajuatense de toda la vida, adoptada por Monterrey y actualmente radicada en la Ciudad de México. Apasionada por la escritura desde niña y empecinada con la medicina. Escribe sobre aquello que unió ambas pasiones: el envejecimiento, la vida y la muerte.

Contacto: reginaspesquera@gmail.com

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