Palabras clave: arquitectura, epidemias, tuberculosis, COVID-19
La relación entre las enfermedades y el territorio ha sido descrita desde los textos hipocráticos que asociaban determinados padecimientos con lugares específicos, sin embargo, es en las ciudades medievales que las teorías sanitarias comenzarían a tener una influencia urbanística propiamente dicha. La peste bubónica y la teoría de los miasmas, que establecía a las emanaciones fétidas de los suelos y las aguas impuras como causa de las enfermedades, obligaron a incluir en las ciudades espacios abiertos y mejor ventilados. La fiebre amarilla y el cólera cambiaron la relación de los asentamientos humanos con los canales, ríos y otros cuerpos de agua, fomentando sistemas de alcantarillado y manejo de aguas.
Como respuesta a las grandes epidemias, las ciudades implementaron mecanismos como la cuarentena, término acuñado en la Venecia del siglo XIV, esto es en relación con los cuarenta días que debían permanecer las tripulaciones en sus naves, antes de desembarcar. En América, las islas que rodean la ciudad de Nueva York fueron utilizadas como estaciones de cuarentena, principalmente como respuesta a la diseminación de la viruela en 1856, permitiendo la identificación y aislamiento de los enfermos.
Pero la huella de la enfermedad no se aprecia únicamente en el trazo general de las ciudades, sino en los mismos edificios que las integran. El éxito en el siglo XIX de la teoría microbiana, que proponía a los microorganismos como causas de diversas enfermedades, llevó a una resignificación de los espacios. Los hospitales eran lugares donde simplemente se confinaba a los pacientes para evitar que contagiaran al resto de la población, su función curativa fue consecuencia del desarrollo de la terapéutica orientada a microorganismos, esto permitió que por primera vez muchas enfermedades pudieran ser tratadas y curadas. La filosofía de aislar enfermos supuso una revolución en la arquitectura médica, la aparición del “modelo de pabellones” de la enfermera y estadística británica Florence Nightingale, que reconocía la importancia del ambiente en la curación, así como el auge de la medicina científica, son el origen de la arquitectura hospitalaria contemporánea.
Antes del desarrollo de los fármacos antituberculosos, el paradigma profiláctico y curativo de la tuberculosis lo constituían el aire y la luz, y fue esta idea la que guio la construcción de los sanatorios durante décadas. Quizá el mejor ejemplo de la relación arquitectura-salud que la tuberculosis aceleró es el Sanatorio de Paimio en Finlandia. Paimio, inaugurado en 1932, es el triunfo de la higiene como idea arquitectónica. Alvar Aalto, su arquitecto, declararía “el principal objetivo del edificio es funcionar como instrumento médico”.
La misma ubicación del sanatorio está alineada con la idea terapéutica imperante en aquel momento, el edificio parece emerger de un bosque y recibe directamente el aire frío y los rayos del sol. Los pasillos son amplios y ventilados, con ventanales grandes que ocupan prácticamente todo el costado del edificio. En los interiores, las superficies son curvas para impedir la acumulación de polvo. Las habitaciones cuentan con un lavabo especial que impedía que al lavarse las manos el agua salpicara, los techos fueron pintados de verde oscuro para que la luz no resultara deslumbrante, dado que los pacientes pasaban la mayor parte del tiempo boca arriba, recibiendo los rayos del sol, en sus camas o bien en sillas especialmente diseñadas para el sanatorio, como la icónica Armchair41, también obra de Aalto. Las sillas reclinables de los sanatorios también inspiraron la silla LC4, considerada otro ícono del diseño moderno.
El concepto del edificio como instrumento, o máquina, es quizá precisamente la idea central de la arquitectura moderna. Le Corbusier, arquitecto y urbanista suizo nacionalizado francés, uno de los mayores exponentes del movimiento moderno, pensaba la casa como una “máquina de habitar”, por tanto, quizá por primera vez, el hospital se había vuelto verdaderamente una máquina de sanar.
A partir de estas ideas, vale la pena cuestionarnos si la arquitectura moderna nace como una reacción a la enfermedad. Le Corbusier y el arquitecto germano-estadounidense Mies van der Rohe construyeron edificios elevados, como generando una distancia entre sus espacios asépticos y la contaminación del suelo. La escuela de la Bauhaus y los arquitectos modernos hicieron uso extensivo de muros de un blanco impoluto, ventanas amplias, barandales metálicos, elementos que remiten inevitablemente a los hospitales.
En México, también existió la conjunción de las teorías médica y arquitectónica. Quizá el mejor ejemplo sea el Sanatorio para Tuberculosos de Huipulco, construido en 1929 y diseñado por el arquitecto José Villagrán García, asesorado por el director de tuberculosis del Hospital General de México, el Dr. Ismael Cosío Villegas.
Los terrenos de Huipulco fueron elegidos por “la pureza del aire y la exposición suficiente a los rayos solares, con luminosidad intensa, limpieza de cielo y calma atmosférica”. El conjunto arquitectónico estaba conformado por cinco cuerpos unidos por pasillos, con un edificio correspondiente a cada parte del proceso terapéutico de la época: diagnóstico, reposo, asoleamiento, ventilación controlada, e intervención quirúrgica. Al centro, un patio con una torre de agua, que aún se puede ver en el actual Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, y que se levantaba entre dos espejos de agua, quizá la mejor manifestación simbólica del paradigma antituberculoso: el aire, el agua, el luminoso espacio abierto. Cuando los fármacos antituberculosos desplazaron al reposo bajo el sol como tratamiento de elección, muchos sanatorios cerraron, pero la huella de la tuberculosis en la arquitectura y el diseño es ya imborrable.
La emergencia de un nuevo coronavirus en China, a finales de 2019, nos haría repensar nuevamente nuestra relación con los espacios y el distanciamiento físico que estos permiten. El comportamiento epidémico de la COVID-19 fue explosivo, y esta vez no fueron los arquitectos quienes lideraron la reconfiguración. Con cinta adhesiva en el piso y barreras de acrílico, las personas crearon su propio efímero interiorismo de emergencia. En los primeros meses, dominados por el desconcierto, el genkan, ese espacio de las casas japonesas donde se dejan los zapatos al entrar, fue replicado en todo el mundo para dejar la ropa que se pensaba había sido contaminada en la calle, para limpiar las compras del supermercado, y para el inútil tapete desinfectante.
Durante la emergencia, las ciudades también cambiaron, en Nueva York, más de 60 km de calles fueron destinadas al uso peatonal, y en la Ciudad de México, una ciclovía de emergencia que se implementó en una de las avenidas más importantes de la ciudad, a fin de evitar las aglomeraciones en el transporte público, se ha vuelto permanente.
Parece que, además del propio virus, la densidad es parte del peligro. Aunque el urbanismo y la evidencia sobre la transmisión de enfermedades propongan ciudades con espacios abiertos y viviendas dignas, da la impresión que se mantiene como hegemónica una dinámica económica que continuará fomentando el hacinamiento, la falta de regulación en la vivienda, la rentabilidad por encima de la calidad de vida, y la migración a unas ciudades ya sobrepobladas.
Si bien, la densidad y el hacinamiento no causaron la pandemia, está claro que tuvieron un papel en la vulnerabilidad de nuestras sociedades frente a la enfermedad, dificultaron el aislamiento y, en muchos casos, facilitaron que los casos se convirtieran en brotes. A unos meses de terminada la emergencia por COVID-19 es probable que los cambios arquitectónicos no serán tan profundos ni permanentes como los de otras epidemias, pero en un mundo con los ecosistemas al límite el riesgo de la emergencia de un nuevo patógeno con potencial pandémico es inminente, y deberemos preguntarnos por el estado de preparación y resiliencia no sólo de nuestros sistemas de salud, sino de nuestros hogares, las escuelas, los lugares de trabajo, los espacios que ocupamos.
Sobre el autor:
Colaborador en Sanidad Internacional, Dirección General de Epidemiología, Secretaría de Salud. Consultor nacional externo, Organización Panamericana de la Salud. Ciudad de México, México.
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7334-6366
Sugerencia de citación:
Hernández-Valdivia, N. (2024, septiembre). Enfermedad y espacio: reflexiones arquitectónicas sobre las epidemias. Medicina y Cultura, 2(2), mc24a-19.
https://doi.org/10.22201/fm.medicinaycultura.2024.2.2.19
Noé Hernández Valdivia
Médico Cirujano por la Universidad Cuauhtémoc Aguascalientes, especialista en Epidemiología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Cuenta con experiencia operativa en atención a emergencias en salud y epidemiología de campo. Ha colaborado en publicaciones de la Secretaría de Salud y en artículos científicos, así como en foros internacionales de epidemiología de campo. Sus principales intereses son las enfermedades emergentes, los determinantes sociales y el enfoque de “Una Salud”.
Contacto: noehdezmd@gmail.com
Lecturas recomendadas
De la Rosa N. & Vargas D. (2011). Bioarquitectura. Estudio sobre la construcción del Sanatorio para Tuberculosos de Huipulco. Bitácora Arquitectura. (22). 28-33. https://doi.org/10.22201/fa.14058901p.2011.22.25552
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