En su trabajo más reciente, Doctor Fernando Ortiz Monasterio, retrato de un cirujano iconoclasta, el reconocido documentalista Nicolás Echevarría revela distintas facetas del médico cuya osadía, altruismo y amor por el conocimiento pusieron a México en el mapa mundial de la cirugía reconstructiva. En la siguiente conversación, Echevarría comparte con el lector los orígenes y porqués de un tributo personal.
Fotografía. Dr. Fernando Ortiz Monasterio. Por Nicole Holmes.
Tu obra más personal gira alrededor de la cosmogonía indígena de México: sus rituales y su arte. No parece haber un eslabón entre esos documentales y Doctor Fernando Ortiz Monasterio, retrato de un cirujano iconoclasta. ¿Cómo nació tu interés por este personaje atípico en tu filmografía?
Filmé mis primeras películas en 16 mm y en 35mm, e intentaba priorizar la imagen sobre las palabras. Pensaba que el hacer entrevistas implicaba “desperdiciar material”, es decir, celuloide, que era muy caro. Tampoco hacía entrevistas porque no quería narradores que “explicaran”, lo que estabas viendo en pantalla. Ni pretendía jugar el papel de antropólogo o de etnólogo, sino el de cineasta. Con el advenimiento del video digital, cambiaron las cosas, dejé de preocuparme por ahorrar material y empecé a realizar entrevistas; me interesó incursionar en la personalidad, la sabiduría y la experiencia de vida de mis entrevistados. Mis series históricas sobre La guerra de los Cristeros (1997), Maximiliano y Carlota (2004), El Memorial del 68 (2007) y La Conquista de México (2011) son un ejemplo. Mis trabajos para la televisión tomaron un giro diferente.
Al doctor Ortiz Monasterio lo conocí porque era amigo de sus hijos Patricia y Pablo. Fue en la época en la que estaba realizando Judea, Semana Santa entre los Coras (1974). A través de ellos, entré a la casa del doctor, un personaje de difícil acceso. Le gustaba rodearse de gente interesante y a veces pecaba un poco de soberbia. Me costó trabajo acercarme a él. Fue el tenis lo que hizo el milagro. Yo jugaba tenis con Pablo y una vez llegó el doctor a practicar con nosotros. En una ocasión, recibí una llamada suya para preguntarme si quería jugar con él, y eso se convirtió en una práctica que duró más de 25 años. Fue muy interesante para mí, más que por hacer ejercicio, por las conversaciones que teníamos en los descansos. Terminamos siendo buenos amigos. Platicar con él era un lujo, era un ser fuera de serie: libre, sabio, con criterio y cultura muy amplios. Cuando se retiró, le pedí que me concediera grabar unas entrevistas. Recurrí a Mariana Ochoa para que me ayudara —ella es codirectora de este documental—. Después de su muerte, intenté conseguir financiamiento para terminar el documental, pero no lo logré. Diez años después, con motivo de la inauguración de una sala de exposición dedicada a él en la Escuela Nacional de Medicina, la familia Ortiz Monasterio me apoyó para realizar una versión exhibible. Es una película muy austera y ortodoxa. Me interesaba retratar al hombre que yo admiraba, y que era mi amigo. Todas las ilustraciones e imágenes que aparecen en la película provienen de su archivo personal o de su computadora.
Aun así, varias veces me pareció ver tu sello como director. Por ejemplo, hiciste una división en segmentos que llevan el nombre de distintas técnicas quirúrgicas —con excepción del primero. Ese lo titulaste “Tagliacozzi” que es el apellido del cirujano boloñés del siglo xvi a quien se considera el padre de la cirugía plástica. El doctor cuenta que tuvo un “encuentro” con él en uno de sus viajes a Italia. Lo narra con mucho humor, pero suena a una experiencia mística.
Y eso parece ser una contradicción porque, en el epílogo del documental él afirma que es 100% ateo. Uno puede juzgar esa experiencia como una especie de borrachera —él admite haberse tomado quien sabe cuántas botellas de vino…
Y también haber comido hongos alucinógenos… Quizá estoy forzando la asociación, pero la mención de una experiencia inducida por hongos es algo que remite a tus documentales previos.
Yo lo entiendo como una revelación, más que una alucinación. La revelación de que estaba destinado a seguir los pasos de Tagliacozzi, de ser cirujano plástico. Fue una decisión que le llevó mucho tiempo tomar. Empieza hablando de por qué se dedicó a ser médico: “en esos tiempos no existían muchas otras opciones”. Cuando habla de su paso por la Facultad de Medicina, describe sus deficiencias como estudiante y cómo eso lo llevó a realizar su posgrado en Estados Unidos. Fue hasta entonces que decidió su especialidad.
La primera secuencia muestra a una mujer de bajos recursos cargando a un bebé con malformaciones que ponen en riesgo su vida. Ella escucha al doctor Ortiz Monasterio y a su equipo hablar de las intervenciones quirúrgicas a las que habría que someterlo. La escena condensa mucho de lo que veremos después, pero también es muy dura y llena de asimetrías sociales. ¿Por qué la elegiste para abrir el documental?
No quería empezar con la frase: “Yo nací en tal lugar…”, sino mostrar alguna acción del doctor que definiera su profesión y despertara interés. Aunque es una pequeña introducción, describe un cirujano que, además de ser famoso por operar narices, senos y nalgas, invertía el dinero que ganaba en ayudar a personas con pocos recursos. Llevaba una especie de doble vida: en cierta manera era un aristócrata, pero tenía ese otro lado muy interesante, y que es el que más disfrutaba: reunir médicos de distintas especialidades que lo ayudaran a solucionar problemas gravísimos, para incursionar en campos de la cirugía que nadie había explorado en México. Ese fue otro de sus méritos y por eso cita a Marco Polo y a otros descubridores que descubrieron para occidente mundos donde nadie había penetrado, con todos los riesgos que eso implica.
Fotografía. Nicolás Echevarría
Como ya dijiste, eres un director al que no le gusta “explicar”. Por ejemplo, no traduces las conversaciones en lenguas indígenas que sostienen los personajes en tus documentales. En la escena mencionada de la mujer y los médicos, ellos se comunican usando una terminología incomprensible para la mayoría. Alguien que vio el documental conmigo dijo: “No hay una comunicación de los médicos hacia ella”. Uno pensaría que esto es angustiante, pero la imagen deja ver que la madre confía plenamente en ellos.
Y es que hablamos de casos casi perdidos. En mi película Niño Fidencio, el taumaturgo de Espinazo (1980), lo que puede ser interpretado como “fanatismo”, se trata más bien de comportamientos de personas que viven una grave crisis de salud, o que están al borde del desastre. Esto los lleva a hacer cosas que parecerían incomprensibles para nosotros. La “fe” se desborda en fanatismo. La fe ciega en la ciencia como último recurso te lleva a tener confianza total en tu doctor.
¿Qué criterio seguiste para incluir o dejar fuera una escena?
Dejé muchísimo material fuera. Filmé cuatro o cinco horas de entrevista que no tienen desperdicio. Uno de los retos, fue documentar en un tiempo limitado, la vida, los milagros y las nuevas aportaciones a la cirugía estética del cirujano. Yo no hubiera hecho este documental si no estuviera convencido de que el doctor era un gran comunicador: ameno, inteligente y con gran sentido del humor; además de sus técnicas como cirujano, describe los instrumentos que inventó para realizar ese propósito, y cómo los puso al alcance de sus pacientes con pocos recursos. Sustituyó aparatos carísimos con fierros y tornillos que se compraban en las ferreterías, y usaba Kola Loka y pintura de uñas para marcar en los instrumentos donde los padres tenían que hacer ajustes durante los tratamientos que se seguían en casa.
Y de esa forma te transporta a las casas de las familias de los niños operados. A lo largo del documental siempre sientes que te habla de personas, no de “casos”.
Y era muy autocrítico. Sobre una de las operaciones dice: “Aquí no tomamos en cuenta el código genético. Teníamos que volver a operar porque lo que habíamos hecho no fue suficiente”. Esa autocrítica te hace pensar no solo en sus logros, sino en las personas cuyas operaciones no fueron exitosas y se convirtieron en mártires de la ciencia. El doctor tenía una sangre fría tremenda para experimentar nuevos métodos. ¿Te acuerdas del último capítulo de Andréi Rublev, la película de Tarkovski? Aparecen unos funcionarios que llegan a encargar la construcción de una campana monumental y los recibe un joven que dice: “Mi padre, el constructor de las campanas ya murió, pero él me heredó la fórmula para realizar las campanas”. Los funcionarios aceptan el reto, pero le advierten: “Más vale que sepas la fórmula, porque va tu vida en garantía”. El joven pone manos a la obra: busca el lugar adecuado para la fundición, contrata cientos de trabajadores. Después de meses de trabajo, llega la hora de probar la eficacia de la campana: el badajo comienza a moverse y antes de tocar la campana, esta ya vibra emitiendo un sonido maravilloso. El joven se arroja al suelo, y llora. El pintor Andréi Rublev le pregunta por qué llora si todo ha sido un éxito. “Porque mentí”, contesta el joven. “No conocía la fórmula, mi padre jamás me la heredó”. Hay algo que cuenta el doctor que me recuerda esa escena. Describe una operación especialmente arriesgada y cómo, al terminar, el neurocirujano lo felicita y le pregunta por qué nunca había publicado algo sobre el milagro que acababa de realizar. “Porque nunca lo había hecho”, le contestó el doctor.
¿Qué hace un documentalista responsable para evitar que una imagen genere morbo?
Vuelvo al ejemplo de Niño Fidencio. Busqué privilegiar la fe y la esperanza de las personas que acuden a Espinazo esperando un milagro, antes de definirlos como “fanáticos”. Pienso que con el documental sobre el doctor sucede lo mismo. Creo que contagia esa cuestión de “fe”, de confianza del paciente en su cirujano, la esperanza de la ciencia para curarse. Entre más grave el caso, más terrible nos parece la imagen. Pero también es mayor la recompensa. El doctor mismo lo dice: “Este pobre no podía salir ni a la calle [refiriéndose a alguien con una grave malformación], y ahora ya forma parte de un equipo de beisbol”. Siempre está presente la esperanza de que, por más difíciles que sean los casos, la intervención va a ser exitosa.
Cuando el documental se estrenó en la Escuela Nacional de Medicina, el comentario que más se escuchaba después de la proyección era que “ya no hay personas como Ortiz Monasterio”, refiriéndose a que integraba a su profesión todos sus intereses, experiencias y curiosidad del mundo. ¿Lo atribuyes a un asunto de temperamento o a que actualmente no se les da a los científicos los recursos necesarios para expandir sus universos?
Estamos viviendo una crisis que tiene mucho que ver con eso. Por ejemplo, la crisis de reducir apoyos a la ciencia y suspender becas para estudiar en el extranjero. La película empieza con el doctor enriqueciendo su formación en los Estados Unidos. Él mismo dice: “Yo no hubiera nunca aprendido a escribir sobre mis proyectos en un lenguaje científico si no lo hubiera aprendido allá”. Si no se apoya a la educación, a la ciencia, a las universidades para facilitar becas al extranjero, ya no va a haber Ortices Monasterios. Es imposible que alguien pueda desarrollarse como lo hizo él si no hubiera tenido contacto con los doctores que en esa época eran los mejores del mundo. Él aprendió y operó con ellos, pero también, con el tiempo, sus profesores vinieron a México para operar y aprender de él. El caso más sonado es el de Paul Tessier, especialista en cirugía craneofacial. Ortiz Monasterio primero aprendió de él, y luego Tessier vino a México a aprender de quien fue su alumno. Ese intercambio es fundamental para la ciencia. Estoy totalmente en desacuerdo con eso que llaman “ciencia nacionalista”. El conocimiento no tiene fronteras políticas, y creo que es muy importante, como nunca antes, apoyar a la ciencia y a la cultura en este país.
Sugerencia de citación:
Solórzano, F. (2023). Entrevista a Nicolás Echevarría: “El conocimiento no tiene fronteras políticas”. Medicina y Cultura, 1(2), mc23a-28.
https://doi.org/10.22201/fm.medicinaycultura.2023.1.2.28
Fernanda Solórzano
Es crítica de cine, ensayista y editora. Publica en diversos medios en México y el extranjero. Tiene a su cargo la sección de cine de la revista Letras Libres y el videoblog Cine Aparte. Es miembro de la FIPRESCI (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica). Vive en Ciudad de México.
Nicolás Echevarría Ortiz
Es un músico, pintor, productor, director, guionista, fotógrafo y documentalista mexicano. En su trayectoria como director se pueden encontrar documentales, series de televisión, cortometrajes documentales y largometrajes.
Ostenta el Premio Nacional de Ciencias y Artes de México en la categoría de Bellas Artes 2017. Ha sido reconocido por la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas con el Ariel de plata, a Mejor Documental por el cortometraje Teshuinada, Semana Santa Tarahumara (1979).
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